Lenin como amante del arte: contra la impotencia reflexiva.
En 1863 Nikolái Chernyshevski escribió "¿Qué hacer?", una novela que cuenta la historia de Vera Pávlovna Rozálskaya, una mujer que huye del control de su familia y de un matrimonio arreglado para buscar en una nueva vida su independencia económica.
Cuarenta años después, Lenin le puso el mismo título a un tratado en el que presenta propuestas concretas sobre la organización y la estrategia que debe seguir un partido revolucionario. Se dice que Lenin leía y releía la novela de Chernyshevski y, en buena cuenta, se dice que es posible que Lenin haya copiado su carácter de los personajes de esta novela. Puede ser que sí: al leer la biografía de Lenin y dar cuenta de su modo de ser, su manera de actuar y su posición ética frente a la vida, parece un personaje de la novela de Chernyshevski.
Reflexionando sobre el bovarismo leninista y su personalidad tan potente, considero que el narcisismo no siempre es solipsista ni egoísta como lo pensamos habitualmente. La otra vez leí de una académica Argentina, Florencia Abadi: "Contrariamente a lo que suele afirmarse, Narciso no se ama a sí mismo. Se enamora de su imagen y se suicida en el intento de abrazarla. Le entrega así nada menos que su vida. Narciso es, en el fondo, una figura sacrificial: sacrifica su vida a su imagen. Por eso, la definición freudiana del narcisismo como “el complemento libidinoso del egoísmo” no hace justicia al mito. El narcisista está lejos de ser un egoísta: si el egoísta es aquel que se prioriza a sí mismo por sobre los demás, el narcisista se posterga a sí mismo para ser amado por el otro. En definitiva, para sostener una imagen que supone condición del amor del otro." Jugando a las posibilidades, tal vez en el caso de Lenin el narcisismo fue una de sus armas revolucionarias -en el caso de Stalin, definitivamente no-.
La función del arte como "imagen dialéctica" -en términos de Walter Benjamin- recuerda que, como expresión apolínea, el arte es la imagen de los sueños de la humanidad, y recordemos que Marx pensaba que la función histórica del proletariado era cumplir los sueños utópicos de la humanidad. El sueño es siempre el relato de una posibilidad, de un desanquilosamiento de las formas establecidas. En el caso de los revolucionarios, propongo estudiar cuándo el arte ha representado una posibilidad histórica, para que descubran que siempre lo ha sido, a pesar de los intentos de ocultamiento del carácter revolucionario del arte, primero por los soberanos y luego por la burguesía y su apastichada forma de establecer el arte dentro de sus historiografías mentirosas y sus “mercancías culturales”.
Revelar las verdades profundas de las cosas y todas sus posibilidades: ese es el acto poético. Entendiendo ya que el lenguaje poético nació antes que el lenguaje técnico, porque como explicaba Heidegger, "la poesía es el fundamento que soporta la historia" y que la poética es el génesis de cualquier forma de arte, una genealogía del arte en clave revolucionaria es una apertura para la clase trabajadora ante su historia, esto es, una genealogía del arte como imagen dialéctica disputa el sinsentido del contínum histórico burgués. Un poeta de la voluntad como Lenin da cuenta de que para seducir a la clase revolucionaria hay que tener mucho arte, mucha magia, mucho tacto, mucha prudencia, mucha poesía, como el mago Mao, con todos sus aparentes reduccionismos que son más bien usos poéticos del habla en favor de un nuevo relato, con toda la ironía que esto suscita.
Otra leyenda cuenta que Lenin rechazaba escuchar una sonata de Beethoven porque decía "esto me distrae". En la película "El tren de Lenin", argumenta a Inés Armand: "no se pueden cultivar dos pasiones." Más que un desprecio por el arte, esta renuncia da cuenta de un amor apasionado, del carácter revolucionario de la sensibilidad artística y del goce sensual que Lenin había podido desarrollar. Juego a las posibilidades si me aventuro a especular que, al poder nombrarlo, pudo custodiarlo y usarlo combustible, pues sin atesorar esta vehemencia, repartiendo sus gracias a mil rostros “se disiparía como el vapor no contenido en una caldera”.
No tiene sentido seguir rindiéndole cuentas a un estalinismo que dice que a la clase trabajadora se le debe mandar, dirigir, vigilar y castigar. Los usos de la dialéctica ya nos han llevado por otro camino, pues, si la clase revolucionaria es la apertura hacia un nuevo mundo de posibilidades, si es nuestro puente, nuestro coeficiente de cambio, nuestro conejo blanco, no se debe entorpecer su devenir dirigiéndola, mandándola, encerrándola, se le debe servir. Esto es: se le debe seducir. Los usos poéticos del lenguaje son del carácter de la revelación de oculto, de la seducción, de la liebre y la serpiente. Desquiciando los tiempos, las vanguardias revolucionarias deben de responder a estas formas de la seducción si no quieren volver a las formas binarias de los poderes soberanos y burgueses y seducirla, entusiasmarla y enfervorizar la potencialidad creativa que hay en cada uno de los potenciales revolucionarios, y esto no es hacer manualidades, sino asirse con firmeza a la capacidad de soñar y de elaborar relatos de mundos posibles.
Una de las causas más comunes de la desorganización y de la deserción de la lucha revolucionaria es la impotencia reflexiva que hace pensar que lo que se está haciendo realmente no vale la pena. Si todo "ha sido siempre así y va a ser siempre así", es preferible salir del turno a ver la novela o a tomar aguardiente hasta perder la conciencia. La novela y el aguardiente, al ser substraídas de cualquier carácter dionisiaco de magia y transformación, hacen parte de las formas de dominación de la sociedad de control y anulan la razón histórica del arte como imagen dialéctica que sería, en este caso, propiciar narrativas de paraísos, bienestar, belleza y embriagueces abundantes, que son justamente la propuesta de la revolución. Hay que recobrar la vital capacidad de soñar. Creo que hoy no recordaríamos a Lenin si no tuviera la sensibilidad y la atención para conmoverse con Beethoven. Es esa capacidad de soñar a la que me refiero.
Las prohibiciones estalinistas al arte formalista y la reducción Maoísta del arte a propaganda son monstruosidades de otro tiempo que sirven como piedras de toque para revelar lo que debe ser, a partir de lo que no fue: “el búho de minerva vuela al anochecer”. Las formas de depuración del arte no deben ser de carácter disciplinar o de control, sino relativas al sueño apolíneo de la imaginación y la creación y no deben tampoco estar bajo el orden de prohibir la novela y el aguardiente, sino del talante de la conciencia y el misterio dionisiaco, siempre a favor de la revitalización de la revolución.
Pero no debemos detenernos ahí, aprovechemos el arte: conmovámonos y elaboremos mundos posibles de verdad.